Con una bandera de Nicaragua amarrada a los reposabrazos de su silla de ruedas, Axel Sebastián Palacios, de 14 años, dice estar “más seguro” avanzando junto con sus padres en la caravana de migrantes que partió de Honduras que en su propio país. Muchos, como él, temen ser seguidos por paramilitares nicaragüenses y confían en que la marea humana los proteja.
Axel Palacios está vivo porque Josué, su mejor amigo, lo tiró al piso justo cuando los sandinistas al servicio del presidente nicaragüense Daniel Ortega le dispararon “a matar” el 8 de julio pasado, cuando estaban como “atutoconvocados” en una barricada en su natal Diriamba (a unos 40 km de Managua), armados apenas con una tirapiedras.
Ese día los sandinistas irrumpieron en la comunidad y abrieron fuego. Los lugareños intentaron repelerlos desde barricadas de adoquín y piedras que levantaron previendo el ataque que habían sufrido otras regiones durante las protestas contra el gobierno de Daniel Ortega.
Desde entonces, Axel tiene una esquirla en la espinilla derecha que le impide caminar más de una calle. Se le insertó cuando intentaba ayudar a su amigo, herido de muerte por una bala en el torso. Luego del ataque, él y su padre tuvieron que esconderse en las montañas de Nicaragua, hasta que toda la familia huyó hace más de un mes.
Palacios recorrió con muletas los primeros 200 kilómetros de la caravana en territorio mexicano, hasta que en Tonalá, Chiapas, autoridades vieron las llagas que tenía en las axilas y le donaron una silla de ruedas roja. Sonriente, agradece ese gesto, pero su rostro se apaga cuando recuerda por qué se sumó a esta inmensa columna humana, que ha dormido en las calles de los estados sureños mexicanos de Chiapas y Oaxaca.
“Me siento seguro en la caravana, pero también con miedo”, dice con voz aún algo aniñada, resguardado del inclemente Sol en una sombra que comparte con una larga hilera de indocumentados exhaustos.
Idania Molina, su madre, asegura que los sandinistas consiguieron de alguna forma su número de móvil y le mandaron un mensaje de texto cuando estaban en Tapachula en el que decían que los alcanzarían y los matarían. Axel se despierta sobresaltado todas las noches desde el 8 de julio.
“Estoy contento porque ya salí de allá y al mismo tiempo inseguro. Ellos (los sandinistas) nos mandaron una amenaza y nos dijeron que era muy fácil para ellos pasar la frontera de México”, prosigue Axel, mientras mira a su hermana de 12 años que intenta dormitar sobre el cemento.
La familia llegó a Tapachula, fronteriza con Guatemala, hace un mes y de inmediato solicitaron el estatus de refugiados. Pero el tiempo pasó, el fallo favorable de las autoridades migratorias no llegó y embargados por la desesperación tras la amenaza, se unieron a la caravana cuando pasó por Tapachula hace más de una semana, con la intención inicial de llegar a Estados Unidos.
“Creo que si tratan de hacernos algo, todos (los migrantes de la caravana) nos van a defender”, confía Axel, secundado por su madre.
Inicialmente estaban decididos a ir a Estados Unidos, pero en una asamblea, los migrantes votaron a mano alzada por desviar su marcha a Ciudad de México, donde pedirán al gobierno un documento migratorio que les permita transitar libremente por este país, incluso llegar a la frontera con Estados Unidos.
Idania calcula que unos 30 nicaragüenses viajan en la caravana, que según la ONU llegó a tener 7.000 personas, en su mayoría hondureños, aunque los coordinadores estiman que ahora son unos 4.000.
Cuando la caravana avanza y la familia de Axel no consigue subir a automóviles que los adelanten en el trayecto, se alternan para empujar su silla. Él sólo puede ayudar cargando sobre sus piernas enflaquecidas el bulto más voluminoso: una bolsa grande azul de plástico en la que guardan ropa, algunas medicinas, estudios médicos de su pierna y pruebas para pedir refugio en Estados Unidos o México.
“La verdad, sí venía con el sueño de cruzar allá (a Estados Unidos) pero he escuchado muchas versiones y tengo miedo de que nos maten” en México, confiesa Idania.
En 2010 un grupo de 72 indocumentados centro y suramericanos fueron secuestrados y asesinados por el cártel de Los Zetas tras negarse a trabajar para ellos, según dijo gobierno.
“Queremos el refugio mexicano pero en el DF (Ciudad de México) y que no sea tan tardado porque yo quiero atención para mi hijo”, exclama antes de romper en llanto Molina, de 39 años, exmaestra de preescolar. Dice una y otra vez que quiere conocer a la primera dama de México porque “sabrá entender”.
Su esposo, Lesther Javier Velázquez, quiere que “Dios le toque el corazón” al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien insiste en que impedirá el paso de la caravana. “Que nos ayude (…) no podemos regresar a Nicaragua porque somos perseguidos políticamente”, dice con el rostro bañado en sudor este hombre delgado que trabajaba pintando casas.
“Llevé agua a los estudiantes (que protestaban contra Ortega). Allá si ayudas o te pones en contra (del gobierno), automáticamente te catalogan como terrorista”, susurra un compatriota de Axel de 25 años que prefiere no dar su nombre mientras espera su turno para recibir comida.