Entre miles de migrantes que llegaron el pasado 19 de octubre al puente Rodolfo Robles, que cruza el río Suchiate, la frontera natural entre Guatemala y México, no pude evitar fijarme en Neptalí: un hombre sin una pierna y cuyo caminar con muletas era igual de firme y rápido que el resto de la caravana.
Neptalí, de 32 años, viajaba con su esposa, Dilsia, de 30, y sus tres hijos: Kimberly de 13 años, Kevin de 11 y Nataly de 6.
Los vi caminar todos juntos, sonrientes y gritando “¡México, México!” cuando la caravana rompió la valla del lado guatemalteco del puente y, al pasar por él, pensaban que ya estaban en México .
Como todos los migrantes, la gran mayoría hondureños, se llevaron una gran decepción al ver que les esperaba la valla del lado mexicano, custodiada por cientos de policías. Ese día fue el primero de tensión que viviría la caravana que había salido de Honduras el 12 de octubre.
Hubo un enfrentamiento en el que la policía lanzó gases lacrimógenos y los migrantes piedras. México cerró a cal y canto su frontera y los migrantes quedaron varados en el puente.
Neptalí y su familia durmieron en el asfalto del puente, a la intemperie.
Al día siguiente, la mayor parte de la caravana decidió no esperar a que las autoridades les abrieran las puertas y cruzaron hacia México por el río.
Algunos, los más fuertes, lo hicieron caminando, aunque el nivel del agua estaba alto por las lluvias. Otros, lo hicieron en las improvisadas balsas que a diario transportan mercancía y personas entre Guatemala y México.
Discapacitado
Neptalí cruzó con su familia en balsa y se quedó, como todos los migrantes, en el parque de Ciudad Hidalgo, la primera ciudad del lado mexicano, en el estado de Chiapas.
Al día siguiente, el 21 de octubre, la caravana empezó por fin a caminar por suelo mexicano y fue también el primer día que me acerqué a hablar con Neptalí.
Me contó que perdió la pierna derecha hace 13 años trabajando como albañil: “Me cayó un muro y me hizo una herida que se infectó y gangrenó, por eso me la tuvieron que cortar”.
Para un discapacitado, me dijo, la vida en Honduras era todavía más dura: era “casi imposible” encontrar trabajo.
Otra de sus razones para salir de su país fue que temía por su vida y por la de su familia. En marzo asesinaron a su padrastro, el hombre que lo crio desde los 8 años.
Esta muerte era la tercera en la familia: Primero mataron a su hermano, luego a su primo.
Ese día yo caminé con los migrantes los 35 kilómetros que hay desde Ciudad Hidalgo hasta Tapachula, la siguiente parada en México de la caravana. Naturalmente gravitaba hacia Neptalí y su familia, los mantenía siempre ubicados entre el mar de gente.
En Tapachula hice un video de lo difícil que era para Neptalí caminar sin una pierna en la caravana.
Me separé por un tiempo de la caravana en su siguiente parada, Huixtla. Ahí me despedí de Neptalí y su familia. Intercambiamos números de teléfono y me acostumbré a recibir algún mensaje esporádico de cómo iban en la ruta.
Sufriendo de frío
Cuando la caravana llegó a la Ciudad de México, busqué instintivamente a Neptalí y su familia. Me preocupé cuando no los vi, pero después de un rato la sonrisa de Kevin, el hijo de 12 años me hizo suspirar.
Me llevó de la mano a ver dónde estaba su familia: dormían bajo una de las carpas que se habían instalado para los migrantes. Pero no tenían ningún colchón o colchoneta, tampoco suficientes cobijas.
Esa noche, desde la comodidad de mi casa, no pude dormir pensando en las miles de personas que estarían sufriendo un frío insoportable.
Al día siguiente fui a visitarlos.
Allí Dilsia me contó que antes de unirse a la caravana nunca había salido de su ciudad, Tegucigalpa, la capital de Honduras.
“Que mis hijos no sean como yo”
Me dijo que viajar en la caravana era muy duro. A veces algún chofer de algún vehículo se apiadaba de ellos y los llevaba, pero otra veces les tocaba caminar largo rato bajo el rayo del sol.
Sin embargo, me aseguró que no se arrepentía de haber dejado Honduras. Que lo que ella buscaba era un futuro mejor para sus hijos.
“Ellos están chicos y tienen sueños, yo quiero que logren terminar sus estudios. No quiero que sean como nosotros, que nos casamos a los 15 años y no pudimos salir adelante: de alguna forma ese fue un fracaso”, me dijo.
Nataly, de 6 años, me dice que quiere ser maestra. Asegura que está contenta de ir a Estados Unidos, pero es la única de la familia que acepta abiertamente que extraña su país.
“Extraño a mi abuela. Ella tiene una tienda de juguetes y yo iba diario a acompañarla y a jugar con ellos”.
La caravana se fue de la Ciudad de México y otra vez, por unos días, no supe de ellos.
Hasta que un día recibí la llamada de un número desconocido. Era Neptalí que había perdido su teléfono, pero estaban bien, en Guadalajara, Jalisco. Ya en el occidente del país.
“Han sido días muy difíciles. De mucho dolor. Ya no puedo caminar más con esta prótesis porque está dañada y me va rozando la pierna”, me contó.
Habían recibido la ayuda de una familia mexicana que les había comprado los boletos de autobús para viajar las más de 31 horas en carretera que les quedaban hasta Tijuana.
Desde ese autobús me llegó una foto de Neptalí sonriente.
Pero cuando llegué a Tijuana lo encontré preocupado y triste.
“Fuera hondureños”
“Tengo miedo, las cosas se han puesto duras: en Tijuana no nos quieren. Ayer salimos del albergue y se nos acercó una camioneta desde la que tres tipos nos apuntaron con los dedos simulando una pistola. Volvimos corriendo al deportivo”.
El miedo de Neftalí se incrementó al otro día cuando la Tijuana, orgullosa de ser una “ciudad de migrantes”, fue sorprendida por una manifestación contra la caravana.
Aunque fueron apenas un par de cientos de personas, tenían una actitud agresiva y se acercaron hasta el albergue a gritar: “fuera Hondureños, aquí no los queremos”.
La policía tuvo que detenerlos.
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Esta tarde comimos todos juntos hamburguesas y pollo frito. Neptalí y Dilsia ahondaron en su desesperación por llegar a Estados Unidos y poder meter a sus niños a la escuela.
Me dijeron que tenían un amigo en California que había prometido ayudarles con alojamiento y a buscar trabajo.
Neptalí me dijo que iban a intentar cruzar por otra garita, lejos de donde esta el refugio con miles de migrantes.
Pensaba entregarse ahí a las autoridades migratorias pidiendo asilo. Creía que tenía posibilidades por ser discapacitado y haber sufrido violencia.
Me pidió consejo, me preguntó si debería desmarcarse de la caravana o no. Me sentí incapaz de decir nada.
Después de dos días, tenía que dejar Tijuana para volver a la Ciudad de México y me acerqué al refugio a despedirme de la familia.
Presentí que no estaban porque Kevin no corrió a mi encuentro, como era su costumbre. Fui después a la banca en donde Dilsia pasaba los días mientras que los niños jugaban en la resbaladilla. Tampoco Neptalí estaba en el lugar de recargar los móviles.
Llamar por teléfono fue en vano. Nadie contestó.
Me di cuenta que estaba más cercana a la familia de lo que creía y que el ser periodista no evitado sintiera un hueco grande en el estómago al saber que se habían ido. Y que yo no sabía a donde. Los ojos se me nublaron.
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Me senté en una orilla del refugio y miré por un rato las tantas y tantas familias varadas en Tijuana esperando asilo en Estados Unidos. Neptalí y su familia me habían hecho reflexionar sobre que cada persona de los miles de migrantes tiene un drama, una historia personal.
Tal vez ellos lograron pasar al otro lado del muro. Tal vez son unos de los pocos que tendrán la oportunidad de probar suerte en los Estados Unidos. Donde, muchos creen que podrán vivir mejor.
El fin de semana pasado, a los que intentaron pasar a la fuerza, los detuvieron con gases lacrimógenos.